La literatura insecto


Por Luciano Losiggio

El martes pasado, mientras mi hija de un año y medio revoleaba libros alegremente de la biblioteca al suelo, me volví a encontrar con El ataque de los moscovitas, este librito que andaba merodeando por casa hace como dos años. El mismo formaba parte de un descarte de libros del (tremendo boludo) ex novio de mi hermana, que me traje una vuelta que lo ayudé en una mudanza. Y desde que lo traje quedó ahí boyando, sin decidirme a leerlo, ni a regalarlo, ni a venderlo. Hasta que, como decía, el martes pasado voló a pocos centímetros de mi nariz, lanzado ávidamente por mi pequeño retoño, y cayó a mis pies. Lo abrí y lo empecé a leer. A la primera página decidí que lo quería leer entero.

El miércoles a la mañana me llamaron del jardín para decirme que mi hija había tenido una "pequeña ausencia". Salí corriendo para allá, y de ahí, en la ambulancia directo al hospital: 48 horas de internación para hacerle estudios. El relato entero de la internación no viene a cuento, aunque se podría resumir en tres palabras: angustia, ansiedad y miedo.

El mismo miércoles a la tarde, mi viejo me llevó en auto a buscar algunas cosas que necesitábamos (ropa para mí, para mi mujer y para mi hija, juguetes, cepillos de dientes, cremas varias), por lo que aproveché y me llevé el libro de Ragau, para ver si en algún momento lograba hacerme pasar un rato. Lo elegí entre otros libros principalmente por su tamaño: en mi mochila no había lugar para otra cosa.

El miércoles a la noche le hicieron una tomografía, que termino tardísimo, por lo que nos dormimos a la madrugada, muy incómodos, mientras un niño, en alguna habitación cercana, gritaba en un ataque de pánico, o de miedo, o de dolor, o todo eso junto: “¡¡¡ALGUIEN QUE ME AYUDE POR FAVOR!!!”. Nos despertó muy amablemente a las 6 am una enfermera, que nos prendió las luces, nos dijo que en la habitación hacía demasiado calor (gracias señora por estar siempre atenta a lo que es mejor para el prójimo) y nos informó que había que “privar de sueño” a la beba, para que se duerma a las 10:10 am, hora en que le realizarían el encefalograma. Las horas que siguieron fueron un parto. La pibita se dormía y estaba del orto. Cada dos minutos entraba alguien a medirle algo, a preguntar si había comido, si había cagado, si había meado, el tamaño del pañal, a traerle el desayuno, a llevárselo…y ella que lloraba cada vez que veía a alguien, a la espera de la siguiente torturita médica.

A las 10 se durmió, y el tipo del encefalograma vino a eso de las 10 y media y empezó a desplegar su parafernalia. Le tenía que conectar como 20 cables en la cabeza, y yo al lado miraba, y esperaba, seguro que al cable 17 se iba a despertar y todo iba a estar perdido: de vuelta esperar a que le de sueño, de vuelta la privación, el llanto, la incertidumbre…Pero no. El pibe bastante crack. Lo logró. Dejó todo andando y se fue. Volvería en una hora o cuando se despierte. Habiéndose ido también la madre de la criatura a desayunar con su propia madre, quedé solo con la beba durmiendo y los 20 cablecitos que le salían de la cabeza.

Ahí es cuando agarré el libro de Ragau nuevamente. Con los libros (o con los libros que en general suelo leer) me pasa que en situaciones de realidad extrema, en esos momentos en los que la realidad adquiere un peso demasiado grande, y justamente, se hace más real, menos endeble al escape, en esas situaciones decía, los libros no me suelen funcar. Principalmente porque tengo ya bastante con mis problemas para involucrarme en los problemas del libro. Segundo porque la ilusión de la ficción no logra realizarse: veo el artificio todo el tiempo. La realidad no cede ante la propuesta de escape del libro.

Esta vez fue todo lo contrario. Abrí el librito y me hundí en sus páginas y su prosa ligera y por 45 minutos de corrido, me olvidé que al lado mío estaba mi hija conectada a una máquina que mide la actividad eléctrica del cerebro. Me olvidé que esa máquina buscaba algún tipo de actividad anormal. Me olvidé que si esa actividad se encontraba, lo seguro era medicación de por vida. Me olvidé de todo ese miedo atroz que sentía cada vez que vislumbraba lo que podía llegar a ser mi vida si algo le pasaba a mi hija. Me olvidé y me sumergí en la vida de José. Me sumergí en las palizas a los seguratasemos y hippies, en las jornadas de tedio pelando patatas, me sumergí junto con él en ese submundo de insecto mutantes y en todo ese lenguaje muy genial (como un uso muy Laiseca del vocabulario de los doblajes de pelis clase B), que iba debilitando la Realidad, como un ataque rastrero que la guacha no se esperaba, y abría un pequeño huequito, por el cual colarme y escaparme…un ratito. Cuando la realidad es imbatible, la lectura la tiene que poner patas para arriba.

De la novela en sí no tengo mucho más para agregar: me divirtió, me ayudó y me acompañó. Es prácticamente todo lo que se le puede pedir a la literatura. Me acordé de un pasaje de 2666 de Bolaño:

Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

En su momento me había parecido muy acertada. Ahora ya la pongo en duda. Dejando de lado lo de los “grandes maestros”, y aplicándola más ampliamente a la literatura toda. Porque ahí en el hospital, ya de por si rodeado de fetidez (solapada por litros de desinfectantes), sangre, heridas (y enfermedades) mortales, y sobre todo, lleno de “ese aquello que nos atemoriza”, no me interesaba ver el ejercicio heroico de ningún escritor, ni me interesaba la literatura como ejercicio épico. Porque en ese contexto toda esa épica se reducía a algo del orden del egoísmo infantil. Una especie de “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mirá! ¡Ando sin manos!”, pero dirigida al mundo entero. 

Para consumir ese tipo de proezas, tengo que estar bien. Sino dame esa otra literatura: la literatura insecto. Esa que deviene bicho bolita, se te sube al hombro y narra consejos inútiles, mientras el mundo alrededor se cae a pedazos.

Lo heroico es vivir, Bolaño, no leer Moby Dick. Dejalo al farmacéutico en paz.


        El ataque de los moscovitas 
        Javier Ragau
        126 pág

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